lunes, 24 de septiembre de 2007

Serendipia: Coincidencias asombrosas Print Friendly and PDF

Para el escritor británico Horace Walpole, lo que mis ojos habían presenciado no era ni más ni menos que un complejo proceso de serendipia, palabra acuñada por él en 1754 tras leer la obra The Three princess of Serendip, una aventura ubicada en un reino persa en el que tres protagonistas "descubrían por accidente cosas que en ese preciso instante no estaban buscando".
Esa extraña facilidad que al parecer poseían los príncipes orientales le apasionó e investigó sobre ella. Y de esos primeros estudios, trufados como no podía ser de otro modo de fortuitos hallazgos, nació el término. Lo más curioso es que ese lugar no era ficticio, como en un inició pensó. Existía físicamente. Se trataba de Sri Lanka (Isla de Ceilán) y su nombre procedía del antiguo vocablo tomado del árabe serendib. Jamás lo supo Walpole, quien peleó denodadamente para homologar aquella nueva palabra. Su lucha fue en vano mientras vivió, ya que no fue hasta 1974 cuando la academia inglesa la aceptó definitivamente.

Resulta curioso, desde ese mismo momento, la serendipia ha ido consolidándose como término de estudio científico y probabilístico. Desde hace una década ha sido resucitado como acepción técnica por la prestigiosa Scientific American como referencia a es- tas coincidencias difícilmente explicabas y que rompen las barreras de lo casual.

Poco a poco, bajo esas letras se han ido agolpando fenómenos apasionantes, trágicos unos y felices otros, que no ha quedado más remedio que aceptar dada su rotunda veracidad. Un dato de¡ interés social que se desprende por estas ¿coincidencias? lo demuestra el hecho de que recientemente el prestigioso diccionario de Manuel Seco -Español actual- haya incluido la palabra, definiéndola como ' facultad de hacer un hallazgo o descubrimiento afortunado de manera accidental".

El grito que pronunció Arquímedes significa "lo encontré". Aquella jornada, en los baños públicos, mantenía su cabeza trabajando a todo ritmo en una sede de problemas matemáticos por resolver. El cuerpo, por lo tanto, bien merecía un descanso. Nadie sabe exactamente qué ocurrió, pero ese día el sabio se fijó con detalle en cómo su anatomía, tras un tropezón, se volvía más liviana conforme se sumergía y hacía rebosar el agua por fuera. Un sencillo cálculo le demostró que el proceso era proporciona¡ en cada una de las inmersiones, y con algarabía imaginable concluyó su inmortal principio nacido del accidente... o de la serendipia.

Algo semejante y aún más espectacular ocurrió en la desvencijada cátedra de anatomía de Bolonia, en Italia. Corría el año de 1786 y el profesor Luigi Galvani diseccionaba cuidadosamente una rana para demostrar a sus alumnos uno de sus últimos avances en el arte de la incisión. No se había puesto el Sol cuando fortuitamente un ayudante no demasiado atento al proceso produjo una chispa al apoyarse en una máquina electrostática. La punta del escalpelo de Galvani hizo de conductor y pasó al batracio que, ante el espanto de los presentes, comenzó a convulsionarse violentamente. El profesor, impresionado, intentó reproducir el experimento varias veces, poniendo en peligro su propia vida, consciente de que algo clave para el conocimiento humano acababa de acontecer en aquella habitación. Los estudiantes asistían al acto en completo silencio. "Cuando una de las personas tocó ligeramente los nervios de la rana con el bisturí -dijo el doctor en una carta oficial-, los músculos se contrajeron de nuevo impulsados por continuos calambres'. En la pequeña sala, concebida para una clase más de anatomía, se acababa de descubrir la "corriente eléctrica". Un nuevo universo inexplorado que en un principio Galvani bautizó como "electricidad animal'. El cambio de paradigma en toda la Ciencia fue radical, imprevisto. los nervios ya no eran canales con fluidos como había sentenciado Descartes, sino transmisores de electricidad a través del cuerpo. Se acababan de sentar las bases de la neurología y la neurofisiología...y todo gracias a una rana muerta y a un misterioso golpe de azar.

Veinticuatro años más tarde, los mismos calambrazos los sufrió Allessandro Volta cuando experimentaba las teorías de Galvani. Un accidente en el que se derramó cierto líquido sobre planchas de metal le condujeron al descubrimiento increíble de la pila eléctrica. Todo ocurrió tras una sede de percances que, entrelazados en una misma jornada, le llevaron a la conclusión -aceptada posteriormente en todo el mundo- de que la génesis de la electricidad se producía tras la conexión de dos metales dispares a través de una solución electrolítica.Prácticamente idéntico fue el proceso de otra sustancia que cambiaría parte de los hábitos de consumo a partir del siglo XIX. A la hora del almuerzo, los trabajadores del laboratorio Ira Remsen daban cuenta de su comida en una taberna cercana. Un joven científico apellidado Fahiberg notó repentinamente un sabor dulce en la sopa e increpó al orondo cocinero. Acto seguido comprobó que al pan le ocurría lo mismo. Aquello era un desastre y a punto estuvo de marcharse enojado. Pero se detuvo en seco al descubrir que su mano estaba manchada con una sustancia blanca. La chupó y al instante comprobó que era la que producía el gusto. En el laboratorio logró aislar los elementos para saber que una sede de complejas reacciones habían surgido bajo su palma apoyada en una mesa incorrectamente higienizada para originar el desconocido elemento. Aquel día los laboratorios celebraron por todo lo alto el descubrimiento. Eso a pesar de que llevaban meses dedicados exclusivamente al estudio de la extracción de colorantes. Por cierto, el polvo blanco fue patentado a la mañana siguiente bajo el nombre de sacarina.

A lo largo de la Historia ha habido coincidencias que iban mucho más allá de lo que cualquier imaginación pueda elucubrar. En no pocas ocasiones los números concretos, el enigmático mundo de las cifras repetitivas, nos ha dejado algunos de estos fenómenos que son el límite de lo que podemos considerar casualidad.

Un ejemplo es lo que le ocurrió a la escritora de cierta fama en los setenta, Judy Wax. En mayo de 1979, con el fin de presentar su obra Starting in the míddle, tomó el vuelo 191 de American Airlines, un DC-10 lleno con despegue en Los Ángeles y aterrizaje en Chicago. Muy cerca de esta ciudad el avión se estrelló, muriendo todos los pasajeros en el acto. Curiosamente en la página 191 de aquel su último libro comentaba su miedo cerval a volar. Sus lectores se quedaron horrorizados por la coincidencia, pero más aún cuando repararon que esa misma semana la gruesa revista Chicago, en los kioscos desde hacía una semana, reproducía una última entrevista a la escritora. Una entrevista normal en toda regla de no ser por su ubicación; la página 191. En ella una fotografía la última de la escritora, espantados, los lectores comprobaron cómo si ésta se ponía al trasluz, se superponía perfectamente con un anuncio de la página siguiente. Un anuncio de la American Airlines anunciando su vuelo 191 a bordo del confortable DC-10.

La fobia a algunos números sincrónicos debería estar permitida en casos como el del atormentado compositor alemán Richard Wagner, a quien se le debería haber diagnosticado tricadeicafobia en grado máximo (aversión al número 13).Su curiosa biografía, analizada punto por punto por el sagaz estudioso Gregorio Doval, nos muestra que la sombra de ese digito siempre le persiguió incansablemente.Wagner nació en 1813 -cifras que de por sí suman 13-, su nombre y apellido tenían 13 letras, sintió su primer impulso musical un 13 de octubre, sufrió un destierro de 13 años acosado por sus numerosos acreedores, compuso 13 óperas, estreno una, la más célebre, -Tanhauser- un 13 de abril. En París -donde se presentó un 13 de marzo de 1845- fue censura- da durante cincuenta años, justo hasta su reposición un 13 de mayo de 1895. Su primera actuación se produjo en Riga (Letonia) en un teatro inaugurado un 13 de septiembre, y gran parte de su existencia la pasó en Bayeuth, en una posada inaugurada un 13 de agosto y que abandonó arruinado el 13 de septiembre. El también compositor, además de suegro y protector, Franz Liszt, le visitó por última vez el 13 de enero de 1833, observando en él una penosa enfermedad. Una dolencia terrible que, adivinen, lo alejó del mundo de los vivos exactamente un mes después, cuando el viejo calendario mostraba la hoja de un desapacible 13 de febrero.

Hay personas, la mayoría de ellas anónimas, tan normales como cualquiera de nosotros, que han pasado a la particular y casi desconocida historia de la sincronía por méritos tan propios como difícilmente explicabas. Elegidos por el destino, por la suerte o por la más cruda fatalidad, sus grandezas y miserias se han convertido en objeto de estudio por los escasísimos investigadores de estas materias en las que el azar y el misterio se confunden en una sola cosa.Y es que, seamos objetivos, es difícil calificar de meramente accidental la historia del comandante galés Joseph Surfolk, alcanzado de pleno por un rayo en la campaña de noviembre de 1939. Excluido de las trincheras con parálisis en las extremidades inferiores fue ingresado en un hospital de Gales donde cayó otro rayo que le dejó un brazo y la mitad izquierda superior del cuerpo sin movimiento. En su apacible retiro inglés, en el jardín junto a su familia, fue alcanzado por otro en pleno día, sin apenas rastro de tormenta. Era 1948 y quedó completamente inmóvil. Un año después una descarga proveniente del cielo penetraba en su alcoba y lo atravesaba de parte a parte matándolo en el acto. Lo más tenebroso es que sobre el panteón familiar, y afectando únicamente a su nicho, se precipitó otro rayo en 1960. Ni los sepultureros se atrevieron a acercarse hasta que llegó la policía. Todo el mundo conocía su triste historia.Y este caso no es único.

Otro 'pararrayos humano' fue el guardabosque de Milwaukee Roy Charles Sullivan, alcanzado siete veces por la furia de la Naturaleza. La primera vez (1942) sólo perdió la uña del dedo gordo del pie. Por fortuna, Sullivan estaba un paso más atrás de la muerte. La segunda y tercera (1969 y 1970) le carbonizó las cejas y el hombro izquierdo. En 1972, una chispa de rayo le abrasó todo el pelo y un año después la pierna derecha. La penúltima etapa de su calvario se produjo en 1976, cuando se abrieron graves heridas en pecho y estómago a raíz de una nueva descarga que le sorprendió en un patio interior. Finalmente mudó en 1983, pero no por lo que todos hubiésemos imaginado. Según reza el periódico local se descerrajó un tiro en la sien, incapaz de proseguir con aquella terrorífica experiencia en la que se había convertido su vida.

Es curioso comprobar cómo, sin embargo, otros se han escapado milagrosamente de las fauces de la muerte por un proceso semejante y, por fortuna, feliz en comparación con los dos casos anteriormente mencionados. En esta ocasión los dados de un inexplicable azar quisieron bendecir a una serie de personas sin ninguna relación entre sí. ¿Cómo explicar de otro modo el hundimiento de un barco el 15 de diciembre de 1664 en el estrecho de Menay, en la costa del norte de Gales, catástrofe -82 pasajeros muertos- de la que se salvó únicamente un hombre llamado Hugh Williams? ¿Acaso es imposible no relacionarlo con el posterior accidente naval del 5 de diciembre de 1785 que arrojo un balance de 60 personas ahogadas y un superviviente que respondía a la identidad de Hugh Williams? ¿Y cómo no hilarlo definitivamente en trilogía con el suceso recogido en los expedientes policiales escoceses sobre el embarrancamiento y naufragio el 5 de agosto de 1860 de un tercer barco con 26 pasajeros de los que se salvó tan sólo uno cuyo nombre era... ¡Hugh Williams!

En la noche del 28 de julio de 1900, el rey Humberto 1 de Italia cenaba con su ayudante en un restaurante de la localidad de Monza, donde debía presenciar un concurso de atletismo al día siguiente. Con gran sorpresa observó que el propietario del establecimiento era idéntico a él. Por curiosidad, entabló conversación con él, y fue descubriendo que existían entre ellos otras semejanzas.

El dueño también se llamaba Humberto; al igual que el rey, había nacido en Turín, y en el mismo día; y se había casado con una chica llamada Margherita el mismo día en que el rey se casó con su esposa, la reina Margherita. Y había inaugurado el restaurante el día en que Humberto 1 fue coronado rey de Italia. El rey quedó fascinado e invitó a su doble a que asistiera al concurso de atletismo con él. Pero al día siguiente, ya en el estadio, el ayudante del rey le informó que el dueño del restaurante había muerto aquella mañana después de que le hubieran disparado misteriosamente. Y mientras el rey expresaba su pesar, un anarquista que surgió de entre la multitud disparó contra él y le mató.

Otra extraña coincidencia conectada con una muerte ocurrió mucho más recientemente. El domingo 6 de agosto de 1978, el pequeño despertador que el papa Pablo VI había comprado en 1923 -y que durante 55 años le había despertado a las seis cada mañana- sonó repentinamente, y de un modo estridente. Pero no eran las seis; eran las 9,40 de la noche y, de forma inexplicable, el reloj empezó a sonar cuando el papa yacía moribundo. Más tarde, el padre Romeo Panciroli, portavoz del Vaticano, comentaría: "fue de lo más extraño. Al papa le gustaba mucho el reloj. Lo compró en Polonia y lo llevaba siempre consigo en sus viajes."

Cuando un tren de cercanías de Nueva York se precipitó en la bahía de Newark y murieron muchos pasajeros, se iniciaron los trabajos de rescate de los vagones sumergidos. Una foto que apareció en la primera página de un periódico mostraba el último vagón en el momento de ser extraído, con el número 932 claramente visible a un lado. Ese día, el número 932 salió en el sorteo de la lotería de Manhattan, proporcionando cientos de miles de dólares de ganancia a las muchas personas que, presintiendo un significado oculto en el número, habían apostado por él.

Los investigadores modernos dividen las coincidencias significativas en varias categorías. Una es la coincidencia de advertencia, que implica un presentimiento de peligro o desastre. Tales coincidencias suelen tener largo alcance; por eso a menudo son ignoradas o pasan inadvertidas.

Ése fue, ciertamente, el caso de tres barcos, el Titan, el Titanic y el Titanian. En 1898, el escritor norteamericano Morgan Robertson publicó una novela acerca de un gigantesco trasatlántico, el Titan, que se hundía una fría noche de abril en el Atlántico, después de chocar con un iceberg en su primer viaje. Catorce años después, en uno de los peores desastres marítimos de la historia, el Titanic se hundió en una fría noche de abril en el Atlántico, después de chocar con un iceberg en su primer viaje. Las coincidencias no terminaron allí. Los dos barcos, el real y el de ficción, tenían aproximadamente el mismo tonelaje y ambos desastres ocurrieron en el mismo sector del océano. Uno y otro eran considerados "insumergibles" y ninguno llevaba suficiente cantidad de botes salvavidas.

Si se agrega la extraordinaria historia del Titanian, las coincidencias Titan-Titanic comienzan a desafiar la credulidad humana. El tripulante William Reeves, que estaba de guardia una noche de abril de 1935, durante un viaje del Titanian entre el Tyne y Canadá, tuvo un presentimiento. Cuando el Titanian llegó al lugar donde se habían hundido los otros dos barcos, la sensación era insoportable. Pero ¿podía Reeves detener el barco sólo por un presentimiento? Otro factor -una coincidencia más- lo decidió: había nacido el día del desastre del Titanic. "¡Peligro avante!", gritó al puente. Las palabras apenas habían salido de su boca cuando un iceberg apareció en la oscuridad. El barco lo evitó por muy poco.

Otra categoría la constituyen las coincidencias que sugieren el comentario "el mundo es un pañuelo", y que reúnen a personas y lugares de forma inesperada. Todos hemos sido testigos, o incluso protagonistas, de alguno de estos hechos increíbles. Si las coincidencias pueden jugar con el espacio y el tiempo en su búsqueda de "orden en el caos", no es sorprendente que vayan más allá de la tumba.

Mientras actuaba en una gira por Texas, en 1899, el actor canadiense Charles Francis Coghlan enfermó en Galveston y murió. Estaba demasiado lejos -5600 km por mar- para enviar sus restos a su pueblo de la isla Prince Edward, en el golfo de San Lorenzo. Fue enterrado en un ataúd de plomo, en una tumba excavada en granito. Sus huesos habían descansado menos de un año cuando el gran huracán de septiembre de 1900 azotó la isla de Galveston, inundando el cementerio. La tumba sufrió graves daños y el ataúd de Coghlan flotó hasta el golfo de México. Lentamente, derivó por la costa de Florida hacia el Atlántico, donde la corriente del Golfo lo arrastró hacia el Norte.

Pasaron ocho años. Un día de octubre de 1908, unos pescadores de la isla Prince Edward vieron un cajón alargado y estropeado por la intemperie flotar cerca de la costa. El cuerpo de Coghlan había vuelto a casa. Con respeto y temor, sus paisanos isleños enterraron al actor en la iglesia más próxima, donde había sido bautizado.

En 1911, tres hombres apellidados Green, Berry y Hill fueron ahorcados en Londres acusados de asesinar a Sir Edmond Godfrey en su residencia de Greenberry Hill.

Aún así, veamos las sorprendentes coincidencias que hay en las vidas de dos presidentes norteamericanos, Lincoln y Kennedy: Abraham Lincoln y John Fitzgerald Kennedy fueron designados congresistas en 1847 y 1947 respectivamente.

Lincoln fue elegido presidente en 1860, justo cien años después, en 1960 fue elegido presidente Kennedy. Medían 1'83 metros y sus apellidos tenían siete letras. Los dos presagiaron sus muertes ya que fueron vaticinadas por varios videntes. Además el secretario de Lincoln, apellidado Kennedy, y el de Kennedy, apellidado Lincoln, recomendaron no acudir a los lugares donde morirían.

Fueron asesinados en viernes, por balazos en sus cabezas, disparados desde atrás y delante de sus mujeres; mujeres con las que perdieron un hijo durante su estancia en la Casa Blanca.

Booth disparó a Lincoln en el teatro Ford y se refugió en un almacén; Oswald disparó a Kennedy -que viajaba en un coche Lincoln de la casa Ford- desde un almacén y se ocultó en un teatro. Los nombres completos de sus presuntos asesinos, nacidos en 1839 y 1939, suman quince letras cada uno, eran sureños y fueron asesinados horas después de los asesinatos -sin haber confesado su culpabilidad- por dos vengadores; denunciándose en los dos casos la existencia de conspiraciones que implicaban a personajes norteamericanos muy influyentes.

Sus sucesores Andrew Johnson y Lindon Johnson (nombres de seis letras) eran senadores, demócratas del sur y nacieron, el primero, en 1808 y, el segundo, en 1908. ¿Es todo casualidad?.

Serendipia en Wikipedia

No hay comentarios: